Buenas noches. Comparto con vosotros un fragmento del primer capítulo de mi novela El enigma del laberinto perdido.
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3 de abril de 2014, Madrid
Aquel hombre la mira con intensidad, como si con ello pudiera dominar su mente. Al contacto con su mirada se siente jubilosa, llena de energía. Un escalofrío intenso le recorre la espalda cuando el hombre le pone la mano en el hombro. Su voz grave le susurra algo al oído y ella se estremece. Cuando aquel joven la toma de la mano, una fuerte punzada se apodera de su estómago. Siente algo tan intenso por él…
Alison despierta empapada en sudor, abrumada todavía por las sensaciones que permanecen impregnadas en su cuerpo. Mira el reloj y decide levantarse. Se dirige a su guarida preferida, la habitación de enfrente. Abre la puerta y permanece junto a ella mientras observa abstraída la estancia. El despacho rebosa de luz, que entra por las rendijas de la persiana e inunda la habitación de vitalidad. Los reflejos dorados de los rayos de sol de primera hora de la mañana forman una cortina centelleante con gránulos de polvo que le da al espacio un toque mágico. Los libros de las estanterías reposan sobre las baldas con una pincelada de elegancia. En el centro se encuentra el escritorio, de madera oscura y firme. Sobre él descansan varias notas junto a un portátil. Alison avanza hacia la mesa y se sienta. Durante un rato permanece en silencio mientras relee sus notas. «Vamos, Alison, seguro que se te ocurre algo más», los pensamientos se le pierden en la mente. No está especialmente inspirada. Frustrada por su bloqueo mental, se levanta de la silla. «Estás en el final de la novela, no puedes rendirte ahora», se dice. Pasea por el estudio durante minutos mientras divaga. Intenta concentrarse en el recuerdo de uno de sus últimos sueños y se deja embargar.
Su boca está tan cerca de la suya que no puede dejar de desear que la bese. La paz que le transmite su mirada es algo sobrenatural. Rebasa los límites de la gravedad. Ella se siente liviana, como un frágil pájaro que surca el cielo azul bajo el sol abrasador del desierto. Aquel hombre parece querer protegerla de algo y la sostiene contra su pecho con fuerza, sin dejar de mirarla. Es un sentimiento tan puro que ella siente que una emoción extraña la embarga por completo. Cuando él le acaricia el rostro con la delicadeza de quien encuentra un tesoro, de quien profesa un amor verdadero, una admiración absoluta, un disparo le hace mirar hacia atrás. Ella, aturdida aún por la sensación, se aferra a él…
El sonido del teléfono la hace volver en sí. Se dirige al aparato y lo descuelga.
—¿Dígame? —Espera.
—¡Buenos días, Alison! ¿Cómo está mi escritora favorita? —Escucha la voz de su estimado amigo, que habla con un tono excesivamente alegre.
—Pues, ahora mismo, desconcentrada. Intentaba terminar la novela.
—¡Vaya! Llamaba para decirte que lo más probable es que te la publique.
Un cosquilleo inquietante se apodera de su estómago al asimilar sus palabras.
—¿Lo dices en serio? Leíste demasiado poco como para estar tan seguro.
—De lo que estoy seguro, querida, es de que quiero leer ese final. ¡Y espero que sea pronto! No me vaya a tocar embarcarme en la edición de otro libro.
—Lo sé, lo sé, pero necesito tiempo; si me agobias, no lo terminaré jamás.
—Está bien, llámame cuando lo hayas acabado.
—De acuerdo.
Cuelga el teléfono y contempla sus notas. Observa como las letras redondas y totalmente nítidas no forman nada en su mente. Suspira. En vista de que esta mañana su pluma no va a escribir nada, coge su bolso, se pone el abrigo y sale a la calle. Pasea erguida, con porte elegante; pisa fuerte sobre sus tacones. La gente que pasa por su lado y contempla su rostro siente su coraje, su frialdad en esos instantes. Camina con prisa, con la mirada perdida. Se detiene ante la cafetería habitual de mañanas con carencia de inspiración. Agarra la puerta con fuerza y entra.
—¡Buenos días, señorita Alison! ¿Va a tomar lo de siempre? —le dice la camarera.
—Sí, gracias.
Busca su rincón favorito y se sienta junto al ventanal. A los pocos minutos disfruta de su vista panorámica mientras toma su café con tostadas. En su opinión, Madrid es una ciudad majestuosa donde se pueden realizar los sueños si se persevera, pero en otras ocasiones le parece un monstruo gigante que devora lentamente a aquellos que no siguen su ritmo. Contempla a la gente pasar con ávida rapidez, como si de una carrera contra el tiempo se tratase. Se puede intuir su ansiedad. Mira al cielo encapotado y se pregunta si será capaz de terminar su novela.
De repente, escucha que un hombre dialoga con la camarera.
—Le digo que allí no se siente. Esa señorita es escritora y no le gusta que nadie la moleste, viene aquí a pensar.
—Aun así, quiero sentarme en esa mesa —insiste el hombre.
—Bueno, usted verá.
El hombre se acerca con su café, lo pone en la mesa y la mira suplicante con sus ojos negros intensos.
—¿Le importaría que me sentara con usted?
Alison lo mira sorprendida.
—¿No le han dicho que necesito soledad?
—Sí, pero pensé que a lo mejor si se lo decía yo…
Contempla su cara. El hombre es realmente guapo. Se sorprende al titubear y se recuerda a sí misma por qué ha ido allí. «Necesito pensar y es lo que tengo que hacer», reflexiona.
—Lo siento, pero si no le importa, prefiero que se siente en otra mesa. Otro día será ―dice lo más amablemente posible.
El hombre, apenado por su propio atrevimiento, se va a otra mesa. Ella, en el fondo, siente pena por él, pero no es su mejor día para conversar; prefiere mantenerse al margen. Al cabo de un rato, sale a la calle y mira al cielo. «No tardará mucho en llover», piensa al ver que está casi completamente negro.
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