martes, 18 de febrero de 2020

FRAGMENTO DEL PRIMER CAPÍTULO DE "LEGADOS DEL MÁS ALLÁ"

¡Buenas tardes, lectores!
Me paso por aquí para compartir con vosotros un fragmento del primer capítulo de mi novela "Legados del más allá" (Trilogía de los enigmas: Parte II) Espero que os guste y os animéis a leerla.


PRÓLOGO

1288 a. C. Ajetatón (Egipto)

Las calles de Ajetatón comenzaban a quedarse desiertas. El trasiego del día siempre mermaba antes del ocaso, pero aquella tarde todo empezó mucho antes. El Gran Día había llegado y el pueblo había abandonado sus quehaceres con prontitud para concentrarse a los pies del Nilo, maravillados por el excelso acontecimiento que iba a tener lugar. En una de las calles cercanas a la salida de la ciudad, una pareja de hermanos jugaba al senet junto a la puerta de su casa, bajo la supervisión de su madre. La niña tomó las tablillas y las tiró contra la mesa. Vitoreó al obtener la máxima puntuación bajo la mirada irritada de su hermano, que observó cómo movía uno de los cilindros por el tablero y lo adelantaba. Una pelota de arcilla les sobrevoló la cabeza. Sobresaltados, descubrieron que había sido obra de su hermano mayor, que reía con malicia.
—¡Deja de fastidiarnos! —gritó el pequeño.
El mayor se acercó con ganas de pelea y se enzarzaron en una lluvia de manos díscolas que se atacaban. La madre salió a la calle y miró al cielo.
—¿Por qué los dioses me atormentan con unos hijos tan rebeldes? —Agarró al mayor por la oreja—. ¿Queréis dejar de pegaros? Los dioses se enfadarán.
El pequeño sacó la lengua, agarró las tablillas y, tras arrojarlas sobre la mesa, contó la cifra obtenida y movió uno de los conos por el tablero. Su hermana emitió un quejido y él rio.
—Deberíais recoger ya —ordenó la madre—. El sol va a caer y el faraón debe de estar a punto de llegar.
—¡Hoy es el Gran Día! —exclamó la niña.
—Sí, hoy es.
—Madre, ¿verdad que el faraón Horemheb conseguirá que el sol siga alumbrándonos? —preguntó el hermano menor.
—Por supuesto. Lo logrará y con ello abrirá el camino hacia nuestra eternidad.
—¿Nuestra eternidad? —dijo la pequeña sin comprender.
—Algún día lo entenderás y quizá recorras el mismo sendero.
Unas trompetas los hicieron levantarse de inmediato y meter la mesa en la casa. Cuando volvieron a asomarse, el séquito real pasaba de largo al tiempo que hacía sonar los instrumentos. Ante ellos, el carro real, tirado por unos caballos dignos de la realeza, pasó veloz, casi como un espejismo. El faraón Horemheb iba erguido sobre él, orlado de joyas, engalanado para la ocasión. Su mirada firme y dura como una roca no se apartaba del sendero a pesar de los vítores que proferían los ciudadanos al verlo pasar. Estaba concentrado en su misión. Como militar que era, sabía olvidarse del mundo y centrarse en el objetivo. En su vida había lidiado con situaciones extremas, pero aquello a lo que se enfrentaba era totalmente nuevo, distinto a todo lo anterior e incluso más decisivo que nada que hubiera tenido lugar en Egipto hasta entonces. Con ello marcaría un antes y un después en la historia si lograba cumplir su cometido. Había alcanzado estatus de héroe nacional debido a sus victorias contra los hititas; había restaurado la confianza del pueblo en la figura del faraón, de lo que se sentía altamente orgulloso; había logrado recuperar casi por completo la situación del país y ahora estaba a punto de devolver la religión a su punto de partida.
Los sacerdotes de Amón lo recibieron al llegar a las márgenes del Nilo. Casi todo el pueblo estaba concentrado allí, expectante. La excitación era ostensible. Muchos contuvieron la respiración al verlo bajar del carro real y dirigirse hacia la barca solar. Uno de los sacerdotes se dirigió a él con reverencia.
—Que Ra te guíe. —Impuso la mano sobre uno de los hombros del faraón—. Deja que hable por ti.
Este asintió con convicción y subió a la barca ante los ojos ansiosos de sus súbditos. Dos remeros de su corte ocuparon su lugar en la embarcación y esperaron la señal. Horemheb permaneció en silencio, sin apartar la mirada del sol. Cuando este estaba a punto de morir en las orillas del río, el faraón extendió los brazos cual alas y lo acogió en su seno para fundirse en él. El destello que emitieron los últimos rayos solares en las aguas del Nilo, que atravesaron hasta alcanzar la barca, fue un momento mágico que conmovió a todos los presentes. Convencidos de que el faraón se había mimetizado con el sol, lo vieron sentarse en el trono de la embarcación y partir.

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