OS DEJO LA CONTINUACIÓN DEL PRÓLOGO DE MI NOVELA: LEGADOS DEL MÁS ALLÁ.
A
medida que entraba la noche, Horemheb sentía que volaba como Horus hacia su
destino, al que se encomendaba con adoración.
—¡Oh,
Horus, dios del cielo, ayúdame a llegar a la Duat! —imploraba.
Con
la mirada fija en el horizonte, se preguntó si había hecho bien las cosas, si
los dioses estarían a su favor. Todo lo que había llevado a cabo había sido por
el bien supremo de Egipto. Un recuerdo fugaz le atormentó el alma.
Sentado
en el trono real, miraba con ojos de hierro a los miembros de su séquito.
Algunos parecían escandalizados, otros asentían complacidos, pero entre ellos
armaron un revuelo que tronaba en sus oídos.
—¡Silencio!
Habla faraón —se impuso—. Intento levantar un imperio abandonado y vuestro
único pensamiento consiste en contrariar mis órdenes. ¿Por qué los dioses me
atormentan?
—Mi
señor, no debéis ser tan severo con vos. Sois un faraón excelente —respondió
uno de los sacerdotes de la corte.
—Quiero
construir un Egipto más grandioso que el que heredé de mis antecesores y si con
ello tengo que borrar de las Listas Reales los nombres de los reyes heréticos,
lo haré. En ocasiones, obtener un bien superior exige realizar sacrificios.
—Irguió la cabeza hasta el punto en que sintió que se clavaba la corona en la
nuca.
—¡Es
demasiado! —se opuso un miembro—. ¡No puede borrar la historia, y menos a
Tutankamón! Os recuerdo que os había nombrado heredero legal de la corona.
—¡No
pienso ser el eslabón débil! —gritó helando a toda la corte—. Por el momento,
destruiré todo rastro del reinado de Ay, empezando por su templo funerario.
—Dirigió una mirada seria a uno de los arquitectos—. También comenzaremos a
planificar la destrucción de Ajetatón.
La
inestabilidad de la barca lo devolvió a la realidad. Estaban acercándose a la
orilla. Habían llegado al Valle de los Reyes. Cerró los ojos durante un momento
y le recitó una oración a Amón. Todo debía salir según lo planeado. Una vez
puestos los pies en la árida arena del desierto, comenzaron a cruzarlo con paso
veloz. Los remeros guardaban su espalda, pero él no sentía miedo, pues Ra se
hallaba en su interior y prendía de luz su alma. Ya faltaba menos para llegar.
Un último recuerdo lo embargó y lo sumió en el pasado.
Se
puso en pie y, aferrado al cetro nejej,
inició su discurso bajo la atenta mirada de su séquito.
—Anoche,
generosamente, los dioses me concedieron una visión. No voy a limitarme a
construir un speos ni a edificar en
Karnak, sino que además voy a levantar un templo que acabará con el monoteísmo de
una vez.
—¿A
qué se refiere, mi señor? —preguntó uno de los sacerdotes de Amón.
Horemheb
expuso su propuesta, que provocó tal estupefacción y revuelo entre los
presentes que lo hizo enfurecer cual demonio de la Duat.
—¡Silencio!
Faraón habla —gritó soberbio—. Soy la Estrella de la Mañana y la Estrella de la
Noche. Si digo que el día es la noche, así será. Se hará lo que yo diga. —Miró
a los sacerdotes, que parecían estar de su parte y comprender sus intenciones—.
Maat es la regla de vida, es la verdad y la armonía.
Vio
que asentían y se relajó.
Una
ráfaga de viento le acarició el rostro y fue cuando descubrió que había llegado
a su destino. El templo se erigía ante él con majestuosidad, tal y como había
imaginado cuando lo mandó construir. Les ordenó a sus súbditos que se marcharan;
había llegado el momento. La noche sería larga, muy larga. Se encomendó a Ra y
comenzó a bajar las escaleras para adentrarse en la oscuridad de la Duat.
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