lunes, 24 de febrero de 2020

CONTINUACIÓN DEL PRÓLOGO DE LEGADOS DEL MÁS ALLÁ



OS DEJO LA CONTINUACIÓN DEL PRÓLOGO DE MI NOVELA: LEGADOS DEL MÁS ALLÁ. 



A medida que entraba la noche, Horemheb sentía que volaba como Horus hacia su destino, al que se encomendaba con adoración.
—¡Oh, Horus, dios del cielo, ayúdame a llegar a la Duat! —imploraba.
Con la mirada fija en el horizonte, se preguntó si había hecho bien las cosas, si los dioses estarían a su favor. Todo lo que había llevado a cabo había sido por el bien supremo de Egipto. Un recuerdo fugaz le atormentó el alma.

Sentado en el trono real, miraba con ojos de hierro a los miembros de su séquito. Algunos parecían escandalizados, otros asentían complacidos, pero entre ellos armaron un revuelo que tronaba en sus oídos.
—¡Silencio! Habla faraón —se impuso—. Intento levantar un imperio abandonado y vuestro único pensamiento consiste en contrariar mis órdenes. ¿Por qué los dioses me atormentan?
—Mi señor, no debéis ser tan severo con vos. Sois un faraón excelente —respondió uno de los sacerdotes de la corte.
—Quiero construir un Egipto más grandioso que el que heredé de mis antecesores y si con ello tengo que borrar de las Listas Reales los nombres de los reyes heréticos, lo haré. En ocasiones, obtener un bien superior exige realizar sacrificios. —Irguió la cabeza hasta el punto en que sintió que se clavaba la corona en la nuca.
—¡Es demasiado! —se opuso un miembro—. ¡No puede borrar la historia, y menos a Tutankamón! Os recuerdo que os había nombrado heredero legal de la corona.
—¡No pienso ser el eslabón débil! —gritó helando a toda la corte—. Por el momento, destruiré todo rastro del reinado de Ay, empezando por su templo funerario. —Dirigió una mirada seria a uno de los arquitectos—. También comenzaremos a planificar la destrucción de Ajetatón.

La inestabilidad de la barca lo devolvió a la realidad. Estaban acercándose a la orilla. Habían llegado al Valle de los Reyes. Cerró los ojos durante un momento y le recitó una oración a Amón. Todo debía salir según lo planeado. Una vez puestos los pies en la árida arena del desierto, comenzaron a cruzarlo con paso veloz. Los remeros guardaban su espalda, pero él no sentía miedo, pues Ra se hallaba en su interior y prendía de luz su alma. Ya faltaba menos para llegar. Un último recuerdo lo embargó y lo sumió en el pasado.

Se puso en pie y, aferrado al cetro nejej, inició su discurso bajo la atenta mirada de su séquito.
—Anoche, generosamente, los dioses me concedieron una visión. No voy a limitarme a construir un speos ni a edificar en Karnak, sino que además voy a levantar un templo que acabará con el monoteísmo de una vez.
—¿A qué se refiere, mi señor? —preguntó uno de los sacerdotes de Amón.
Horemheb expuso su propuesta, que provocó tal estupefacción y revuelo entre los presentes que lo hizo enfurecer cual demonio de la Duat.
—¡Silencio! Faraón habla —gritó soberbio—. Soy la Estrella de la Mañana y la Estrella de la Noche. Si digo que el día es la noche, así será. Se hará lo que yo diga. —Miró a los sacerdotes, que parecían estar de su parte y comprender sus intenciones—. Maat es la regla de vida, es la verdad y la armonía.
Vio que asentían y se relajó.

Una ráfaga de viento le acarició el rostro y fue cuando descubrió que había llegado a su destino. El templo se erigía ante él con majestuosidad, tal y como había imaginado cuando lo mandó construir. Les ordenó a sus súbditos que se marcharan; había llegado el momento. La noche sería larga, muy larga. Se encomendó a Ra y comenzó a bajar las escaleras para adentrarse en la oscuridad de la Duat.






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