
Nuria
Elisabeth Sánchez Sánchez
Mérida,
Badajoz, España
Agradecimientos
a Antonio, mi profesor, a mis compañeros y a todas las personas que habéis
confiado en mí y me habéis acompañado en esta aventura de escribir y cumplir mi
sueño. Como dicen en una de mis películas favoritas: «Delgada línea separa la
coincidencia del destino».
Me acomodo en la silla
ante la mesa y observo las pantallas sin prestar mucha atención. La noche va a
ser larga. ¿Con quién me tocará compartirla? Me llama la atención un folleto
que hay sobre la mesa, lo cojo y comienzo a leerlo. En ese mismo momento se abre
la puerta y me sobresalto.
—Adivino que estás
deseando ver la nueva exposición de momias —dice jovial mi compañero que entra
y cierra la puerta.
—¡Tú siempre tan
chistoso, Alex! —Sonrío—. Es lo que tiene trabajar en el Museo de Antigüedades
Egipcias, ¿no? —Veo que arquea las cejas divertido—. No puedo negarte que me
gusta todo esto.
Observo que posa la
mano en la porra y la seriedad envuelve su semblante. Con la otra mano se
afloja un poco la corbata y sus ojos azules me penetran.
—Yo tampoco puedo disimular
cuando algo me gusta. —Me mira y trago saliva, y mi corazón se acelera al ver
que camina hacia mí.
Alex agarra enérgico la
silla como si fuera a apartarla y doy tal respingo que se me cae el folleto. Se
sienta y me vuelve a mirar.
—A ver qué se cuece
esta noche. Es divertido vigilar si se levanta alguna momia. Recuerda que la de
Ramsés movió un brazo en su día.
—No juegues con esas
cosas. Me dan respeto.
—¿De verdad te impone,
Megan? —Me mira serio.
—Hay cosas que me
imponen aún más —le digo sin dejar de mirarlo. Lo veo tragar saliva. Mi corazón
comienza a desbocarse cuando observo que se acerca despacio. Una corriente
eléctrica me invade al notar el contacto de sus manos sobre las mías. Su boca
está a escasos centímetros de mis labios, va a besarme. De repente, empieza a
sonar una alarma que nos sobresalta. Alex empieza a mirar con el rostro
desencajado las pantallas.
—Viene de la sala donde
está Tutankamón.
—¿Puede haber saltado
por algo? —le digo aturdida. Veo que se levanta.
—No lo creo.
—No veo que haya nadie
en ninguna parte del museo. ¡Qué extraño!
Observo que Alex abre
la puerta y camina por el pasillo. Me apresuro a seguirlo. Caminamos con sigilo
hacia el ascensor.
—Deberías quedarte y
vigilar.
—¡Ni hablar! No pienso
dejarte solo. —Me mira enternecido por un instante. Me agarra y me hace entrar
en el ascensor.
Subimos a la planta de
arriba y comenzamos a caminar deprisa hacia la sala del tesoro. El sonido de la
alarma perturba mis oídos. Noto la sangre correr acelerada por mi cuerpo y el
pulso parece que mueve mis sienes. Empiezo a sentir un sudor frío cuando
entramos en la sala. De repente, la luz se va y nos quedamos a oscuras. Tanteo
el espacio en busca de Alex e intento reprimir mis apremiantes ganas de
chillar. Siento que me estrecha contra su pecho y noto su respiración agitada.
El sonido ensordecedor de la alarma deja de sonar. Se escucha un golpe en el
pasillo y me aferro a Alex. De pronto, la luz vuelve. Vemos ante nosotros una
vitrina rota junto al sarcófago de Tutankamón. ¡Han robado una estatuilla de
oro! Alex echa a correr con la pistola en la mano. Lo sigo lo más rápido que
puedo. Veo que baja apresuradamente las escaleras y se adentra en la sala
principal de entrada. Agarro mi porra y me aflojo la corbata para respirar
mejor. Vuelve a oírse un golpe y me recorre un escalofrío. Mi cuerpo se tensa.
Nos adentramos con sigilo muy lentamente como león que caza a su presa. Nos
escondemos tras el primer sarcófago. Alex se asoma precavido al siguiente y así
una y otra vez repetimos el movimiento hasta llegar casi al final de la
estancia. De nuevo un ruido procedente del pasillo de columnatas paralelo a la
estancia nos pone en alerta. Alex salta al centro de la sala con el arma
empuñada. Su mirada es tan desafiante que me estremezco.
—¡Sal de donde estés o
disparo! —grita autoritario.
El corazón parece que
va a romper mi pecho en mil pedazos. Veo cómo Alex gira sobre sí mismo sin
dejar de empuñar el revólver. De repente, un hombre medio enmascarado sale de
detrás de la enorme estatua de Ramsés y se abalanza sobre Alex por la espalda.
El impacto hace que la pistola salga disparada al suelo. Ahogo un grito desde
mi escondite al ver que tiene un cuchillo en la mano y se lo pone en el cuello.
Alex forcejea y consigue zafarse del ladrón. Agarra la porra y la agita
amenazante.
—¡No me obligues a
usarla! ¡Suelta el cuchillo! —le grita.
El hombre le asesta una
patada en el estómago y le hace agacharse. Veo el cuchillo. Trago saliva. El
miedo me tiene prisionera y no me deja actuar. Observo cómo Alex se recompone y
le atiza con la porra en el costado, pero el hombre no se achanta y lo embiste
una vez más. De repente, le asesta un puñetazo a Alex y lo vuelve a agarrar por
el cuello. Veo que presiona con fuerza para ahogarlo. ¡No aguanto más! Salto
por la barandilla de piedra lo más sigilosamente posible y rodeo la sala hasta
colocarme tras la estatua de Ramsés. Sujeto con fuerza la porra y comienzo a
acercarme despacio. Los veo forcejear. Presa del pánico y movida por el
instinto de proteger a Alex, me armo de valor y, cuando llego junto al ladrón,
alzo la porra y golpeo su cabeza con precisión con la intención de noquearlo.
Al momento cae desplomado al suelo. Freno su impacto con mi pie y me apresuro a
ponerle las esposas. Alex me mira con una mezcla de ahogo y fascinación. Se
agacha, hurga en el pantalón del ladrón y saca la estatuilla de oro. Va a
llamar a la policía, pero no lo hace. Avanza hacia mí. Trago saliva.
*Nota: Este relato está
publicado y contiene copyright. La copia o distribución sin el consentimiento
del autor está prohibida.
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